¿Cómo puede un científico y amante de la razón, ser también el autor de una obra en la cual se toma con seriedad a una ouija y a las premoniciones? Pues así, sin olvidar que la base del carácter científico está en la curiosidad y el conocimiento falible. Este es uno de los elementos que hacen maravilloso «El fin de la infancia» de Arthur C. Clarke.
Entre algunos de sus logros fuera de la literatura, Clarke escribió un par de textos que sirvieron para inspirar e impulsar el uso de satélites geoestacionarios para las telecomunicaciones. Su genio también nos dio grandes obras de ciencia ficción como «2001: una odisea en el espacio». En «El fin de la infancia» el autor británico exploró la situación que ha intrigado a muchos: ¿qué pasaría en el mundo si de pronto una especie inteligente llegara a la Tierra desde el espacio exterior?
La novela no tarda en dar contexto a la situación más de unas cuantas páginas: poco antes del lanzamiento de una misión tripulada a Marte, y sin previo aviso, naves gigantescas aparecen estáticas en el cielo sobre varias ciudades de la Tierra. La relación con los seres que las tripulan, junto con su influencia en la humanidad, son exploradas a lo largo de las tres partes en que se divide el libro. Estas van de la mano con tres eras que nuestra especie atraviesa durante el relato. Todas ellas son detonadas como consecuencia del contacto con estos seres extraterrestres, quienes con solo llegar a la Tierra, ponen fin al hambre y a las guerras.
No obstante una sensación de misterio y desconfianza cobija las intenciones de estos seres, quienes en un principio permanecen fuera de la vista del público. Solo se comunican en reuniones privadas entre uno de los visitantes y el secretario general de la ONU, Rikki Stormgren. La estafeta del protagonismo después pasa a manos de George Greggson y finalmente a las de Jan Rodricks. Cada uno formará una relación cercana con los visitantes, que cambiará sus vidas por completo.
Transición y trascendencia
El ritmo de la historia es ágil y Clarke nos recuerda en cada página que el tiempo avanza, sin considerar nuestros deseos personales. A lo largo de la novela hay grupos disidentes y otros que cuestionan a los extraterrestres y la confianza que se deposita en ellos. Otros individuos prefieren disfrutar de la paz y la abundancia que ocasionaron: una era en la que se desconoce la escasez y todos viven en plenitud material e intelectual. Sin importar estas inclinaciones, el tiempo corre y una sensación de que lo inevitable se aproxima está presente en cada párrafo.
Clarke escribe con un tono esperanzador y al mismo tiempo es brutal en su honestidad cuando habla de que no hay nada que podamos dar por sentado. Trascendencia y utopía son usadas para mostrar el potencial de nuestra especie, así como las consecuencias del progreso. No cae en la trampa que otros escritores fomentan: ver la perfección como objetivo deseable e incuestionable. Más bien es un momento más en la historia.
Lo religioso, lo esotérico y lo metafísico, conviven con el método científico y las herencias del positivismo. Ninguno de estos elementos está por encima de los otros. Lamente del autor conjuga cada uno para mostrar la complejidad que nos caracteriza, y para exaltar la virtud de la curiosidad. Lo único que algunos tal vez juzguen de forma negativa, es que algunos personajes no se desarrollan por completo, sino sirven como herramientas con propósitos específicos en la trama. Clarke no lo oculta, lo cual se agradece. De hecho lo aprovecha para explorar temas difíciles como la existencia y el propósito.
«El fin de la infancia» es una novela que cualquier amante de la ciencia ficción apreciará. Asimismo es un buen punto de acercamiento al género, para quienes sostengan la idea de que está lleno de fantasías adolescentes y utopías. Clarke escribió historias llenas de todo lo que nos hace humanos. Especuló sobre futuros posibles, sin caer en complacencias y en este texto nos invita a valorar tanto el presente, como los sueños perpetuos de progreso. Al final, reina la aceptación.